viernes, 1 de enero de 2010

LA CANCIÓN DE LA REBELDÍA

Mientras escuchaba la canción «Rebeldía» en un bar del centro de la ciudad, se apuntó al cráneo con su pistola y apretó el gatillo. El revólver falló, así que pidió que le sirvieran otra copa y que volvieran a tocar el mismo disco. Mientras se tomaba el nuevo trago, escuchó una vez más las siguientes palabras de la melancólica canción, escritas por su paisano Ángel Leonidas Araujo:
Señor, no estoy conforme con mi suerte,
ni con la dura ley que has decretado;
pues no hay una razón bastante fuerte
para que me hayas hecho desgraciado.
Te he pedido justicia, te he pedido
que aplaques mi dolor, calmes mi pena;
y no has querido oírme, o no has podido
//revocar tu sentencia en mi condena.//
Casi nada te debo; no me queda
sino un amor inmensamente triste.
Ya saldaré mis cuentas cuando pueda
//devolverte la vida que me diste.//
Terminada la canción, con toda calma se apuntó el arma otra vez y volvió a apretar el gatillo. Esta vez el revólver disparó, y Ángel Polibio Loyola, policía de Guayaquil, Ecuador, murió en el acto. Como no estaba conforme con su suerte, le devolvió a Dios la vida que le había dado.
Lamentablemente hay muchos que, al igual que el agente Loyola, tienen la filosofía de esa canción del compositor Araujo. Creen que Dios es un ser omnipotente insensible que los ha abandonado a su suerte. Para colmo de males, creen que Él les ha impuesto una ley dura como el acero inoxidable, aplastante e inflexible. Y para rematar, creen que los ha condenado irrevocablemente a una vida de desgracia, dolor y pena. De ahí que estén convencidos de que no le deben nada más que resentimiento.
Menos mal que no tienen razón. Dios tiene leyes físicas inmutables, eso sí, leyes que castigan el pecado. Pero también tiene leyes espirituales inalterables, leyes de amor y de gracia que conducen a una vida abundante, feliz y eterna. Lejos de abandonarnos a nuestra suerte, Dios envió a su Hijo Jesucristo al mundo para morir por nosotros, pagando así la justa condena que merecía nuestro pecado. Cristo no vino para condenarnos sino para salvarnos.
Así que en lugar de quejarnos y de lamentarnos, o de rebelarnos y de sellar nuestro destino con una decisión fatal como la del agente Loyola, ¿por qué no trazamos más bien nuestra propia suerte con la decisión feliz de confiar en Dios? De hacerlo así, no nos quedaremos con un amor inmensamente triste, sino que disfrutaremos de un amor sumamente dichoso.