Se llamaba Pastor Pérez Gutiérrez. Tenía quince años de edad y vivía en Managua, Nicaragua. Un día recibió un fuerte regaño de su madre. El muchacho se sintió sumamente deprimido. Negros pensamientos invadieron su mente, y lo envolvió una mezcla de resentimiento y despecho junto con la sensación de no valer nada.
Con la voluntad vencida, la mente ofuscada y la razón perdida, el muchacho, que apenas estaba entrando a la vida, vio en su imaginación que se levantaba ante él una tétrica figura. Era la rama de un árbol, con una cuerda amarrada. Pastor Pérez Gutiérrez se dijo a sí mismo que la única solución para su vida era el suicidio, y tomando la fatal determinación, se encaminó al árbol en el patio de su casa. Allí amarró una soga a una de las ramas, y se colgó de ella. Quince años, nada más, y ya la carga de la vida le era demasiado pesada.
El suicidio de un joven nos conmueve hasta lo más profundo. Todo suicidio, toda derrota de un semejante, nos entristece, pero cuando oímos de algún joven que se suicida, sufrimos más. El que tiene toda una vida por delante, con tan brillantes oportunidades como ofrece la vida, y trunca todo en un instante, está despreciando lo más grande que posee: su futuro.
Además, Cristo ofrece vida en abundancia a todo el que sepa echar sus cargas sobre Él. La vida trae de todo —momentos malos y tristes, y días de dicha y alegría—, pero cada ser humano es una vida que Dios ha creado y que ninguno debe cortar antes que Dios lo llame.
El suicidio de un joven es un grave síntoma social. Algo anda muy mal cuando una criatura de quince años arma su brazo contra sí mismo. Eso dice muchísimo acerca de la falta de fe, del descreimiento, de la insensibilidad espiritual y de la furia contenida que existe en el ambiente en que vive ese joven.
Dios nos tiene en este mundo porque Él aquí nos necesita. Es cierto que en esta vida hay momentos de agonía, pero los hay también de profunda paz. Y la vida de cada uno de nosotros tiene, querámoslo o no, una influencia poderosa en otros que nos acompañan en este camino. Ellos dependen de nuestra estabilidad. No les neguemos nuestro brazo de ayuda.
Cristo quiere que pongamos nuestra confianza y nuestra vida entera en sus manos. Si aún no lo hemos hecho, rindámonos hoy mismo a Dios nuestro Creador.
jueves, 29 de abril de 2010
lunes, 26 de abril de 2010
EXTRAÑOS ENTRE FAMILIA
La familia se sentó a la mesa, una mesa grande, bien servida, para once personas. Era el día de Acción de Gracias en Aachen, Alemania, y el menú era el tradicional: pavo, mazorcas, camotes y pastel de calabaza.
De pronto, en medio de las conversaciones, de las risas y de los buenos augurios, sucedió algo extraño. A toda la familia le sobrevino una súbita amnesia. Ya no se reconocían unos a otros. Nadie sabía quién era ni por qué estaba allí. No recordaban nada de su pasado. De un momento a otro pasaron de ser una familia unida y feliz a ser un grupo de extraños que se miraban con espanto.
«La probabilidad de que ocurra un caso como este es uno en diez millones —dijo el Dr. Walter Michler, psiquiatra que enseñaba en una universidad—, pero ocurre.»
Sin lugar a dudas, es algo fuera de lo común que once personas, miembros de una sola familia, en medio de un festejo pierdan completamente la memoria, y que les suceda a todos al mismo tiempo. ¡Por lo mínimo habría que calificarlo como un caso superextraordinario! Pero lo que sí es común en muchas familias es que, sin sufrir de amnesia, de repente descubren que son extraños unos con otros dentro del hogar.
Hace algunos años los diarios publicaron el caso de una familia rica e influyente compuesta de padre, madre, dos hijos varones y una hija menor de quince años de edad. Desde el día en que se casaron los padres, dieron la impresión de ser una familia unida y feliz, y quizá lo fueron por un tiempo. Hasta el día en que el padre se enamoró de otra mujer. La madre despechada siguió su ejemplo, el hijo mayor se declaró homosexual, el segundo hijo se volvió drogadicto y la hija adolescente resultó embarazada.
El pecado había entrado en los miembros de una familia tradicional y los había enajenado a todos. Seguían viviendo en la misma casa y llevaban todavía el mismo apellido, pero cada uno se convirtió en un extraño para el otro.
A una familia no la une ni la casa, ni el apellido, ni la riqueza ni el asistir juntos a algunas reuniones sociales. Y tampoco la une el tener la misma ideología política ni el practicar la misma religión.
El único que une, que amalgama, que cimienta, que solidariza a una familia, es Jesucristo. Cuando hacemos de Cristo el Señor de nuestra vida y nos sometemos incondicionalmente a sus leyes, hay verdadera unidad y paz en nuestro hogar. Entreguémosle nuestra vida y nuestro hogar a Cristo.
De pronto, en medio de las conversaciones, de las risas y de los buenos augurios, sucedió algo extraño. A toda la familia le sobrevino una súbita amnesia. Ya no se reconocían unos a otros. Nadie sabía quién era ni por qué estaba allí. No recordaban nada de su pasado. De un momento a otro pasaron de ser una familia unida y feliz a ser un grupo de extraños que se miraban con espanto.
«La probabilidad de que ocurra un caso como este es uno en diez millones —dijo el Dr. Walter Michler, psiquiatra que enseñaba en una universidad—, pero ocurre.»
Sin lugar a dudas, es algo fuera de lo común que once personas, miembros de una sola familia, en medio de un festejo pierdan completamente la memoria, y que les suceda a todos al mismo tiempo. ¡Por lo mínimo habría que calificarlo como un caso superextraordinario! Pero lo que sí es común en muchas familias es que, sin sufrir de amnesia, de repente descubren que son extraños unos con otros dentro del hogar.
Hace algunos años los diarios publicaron el caso de una familia rica e influyente compuesta de padre, madre, dos hijos varones y una hija menor de quince años de edad. Desde el día en que se casaron los padres, dieron la impresión de ser una familia unida y feliz, y quizá lo fueron por un tiempo. Hasta el día en que el padre se enamoró de otra mujer. La madre despechada siguió su ejemplo, el hijo mayor se declaró homosexual, el segundo hijo se volvió drogadicto y la hija adolescente resultó embarazada.
El pecado había entrado en los miembros de una familia tradicional y los había enajenado a todos. Seguían viviendo en la misma casa y llevaban todavía el mismo apellido, pero cada uno se convirtió en un extraño para el otro.
A una familia no la une ni la casa, ni el apellido, ni la riqueza ni el asistir juntos a algunas reuniones sociales. Y tampoco la une el tener la misma ideología política ni el practicar la misma religión.
El único que une, que amalgama, que cimienta, que solidariza a una familia, es Jesucristo. Cuando hacemos de Cristo el Señor de nuestra vida y nos sometemos incondicionalmente a sus leyes, hay verdadera unidad y paz en nuestro hogar. Entreguémosle nuestra vida y nuestro hogar a Cristo.
sábado, 24 de abril de 2010
«LA PESTE ROSA»
Era un billete de cien dólares. Un billete nuevo, legítimo, que pasó de la mano de Eduardo Hasse Artog, ciudadano suizo, a la de una atractiva joven de Cajamarca, Perú. Un trato común callejero. Un negocio que suele hacerse en ciertas zonas de la ciudad. Relaciones sexuales por dinero, dinero por relaciones sexuales.
Pero algo más le pasó ese día el ciudadano suizo de treinta y dos años a la bella joven de Cajamarca. Le transmitió el temible, implacable y mortal virus del SIDA. El hombre, aquejado de violentos dolores estomacales, ingresó en una clínica poco después y, al hacerse los análisis, descubrieron el mal. Los diarios de Lima comentaban: «La Peste Rosa llegó a Cajamarca.»
Parece que las enfermedades tienen colores. Famosa es en los anales de Europa «la peste negra», que en el siglo catorce mató a la tercera parte de los habitantes de ese continente. Hizo estragos también «la peste roja», caracterizada por manchas rojizas en la piel. Conocemos además «la peste blanca», nombre que le dieron los polinesios a la sífilis, que fue llevada a sus islas paradisíacas por los blancos. Y también sabemos de la escarlatina, llamada así por el escarlata de la piel del enfermo. Ahora ha hecho su aparición, en este arco iris pavoroso, el SIDA, «la peste rosa».
El mundo está preñado de dolor, de agonía, de enfermedad, de peste, de destrucción y de muerte. ¿Habrá algo que pueda librarnos de esta pavorosa condición en la que vivimos? No parece haber solución humana que se vislumbre. Parece más bien que todo va de mal en peor. Y sin embargo hay esperanza en dos sentidos.
En el sentido individual, podemos estar en este mundo sin que nos contamine. Podemos estar en medio de la maleza moral sin contagiarnos ella. El que tiene a Jesucristo en su corazón tiene una salud espiritual maravillosa, que lo acompaña en las luchas de esta vida.
En el sentido colectivo, Cristo viene otra vez a esta tierra para establecer su reino de paz y bienestar. Si le entregamos nuestra vida, tendremos paz en este mundo y esperanza de salud eterna en su reino venidero.
Pero algo más le pasó ese día el ciudadano suizo de treinta y dos años a la bella joven de Cajamarca. Le transmitió el temible, implacable y mortal virus del SIDA. El hombre, aquejado de violentos dolores estomacales, ingresó en una clínica poco después y, al hacerse los análisis, descubrieron el mal. Los diarios de Lima comentaban: «La Peste Rosa llegó a Cajamarca.»
Parece que las enfermedades tienen colores. Famosa es en los anales de Europa «la peste negra», que en el siglo catorce mató a la tercera parte de los habitantes de ese continente. Hizo estragos también «la peste roja», caracterizada por manchas rojizas en la piel. Conocemos además «la peste blanca», nombre que le dieron los polinesios a la sífilis, que fue llevada a sus islas paradisíacas por los blancos. Y también sabemos de la escarlatina, llamada así por el escarlata de la piel del enfermo. Ahora ha hecho su aparición, en este arco iris pavoroso, el SIDA, «la peste rosa».
El mundo está preñado de dolor, de agonía, de enfermedad, de peste, de destrucción y de muerte. ¿Habrá algo que pueda librarnos de esta pavorosa condición en la que vivimos? No parece haber solución humana que se vislumbre. Parece más bien que todo va de mal en peor. Y sin embargo hay esperanza en dos sentidos.
En el sentido individual, podemos estar en este mundo sin que nos contamine. Podemos estar en medio de la maleza moral sin contagiarnos ella. El que tiene a Jesucristo en su corazón tiene una salud espiritual maravillosa, que lo acompaña en las luchas de esta vida.
En el sentido colectivo, Cristo viene otra vez a esta tierra para establecer su reino de paz y bienestar. Si le entregamos nuestra vida, tendremos paz en este mundo y esperanza de salud eterna en su reino venidero.
miércoles, 14 de abril de 2010
ENCERRADO CON TIGRES
El muchacho, de veinte años de edad, levantó el auricular del teléfono. No era una llamada inocente que hacía desde su casa. Era una llamada que le hacía a un grupo de periodistas desde una cárcel. «Quiero que me condenen a muerte. No soportaría estar preso toda la vida.»
Se trataba de Mark Scott, que había sido condenado a cadena perpetua por homicidio. El sólo pensar en permanecer toda la vida tras las rejas de una cárcel era más de lo que podía soportar. Por eso llamó a los periodistas, y posteriormente se le concedió su petición. Fue así como Mark Scott llegó a ser el condenado a muerte más joven de la prisión de San Quintín. Sólo tenía veinte años.
He aquí a un joven que quería morir. No quería cadena perpetua. «Para mí —dijo él—, estar preso toda la vida es como si me encerraran en un cuarto con tigres que, bocado a bocado, me fueran comiendo.»
Pero ¿cómo había llegado este estudiante inteligente a cometer dos años antes, teniendo apenas dieciocho años, un homicidio por el que lo condenarían a cadena perpetua? Precisamente al permitir, empleando su propia analogía, que un «tigre» le fuera comiendo pedazo a pedazo la moral y la conciencia.
Primero fue el «tigre» del egoísmo, el deseo insano de las satisfacciones egoístas, de vivir sólo para sí. Luego fue el «tigre» del cine y de la televisión, que fueron comiendo su conciencia pedazo a pedazo.
Después fue el «tigre» feroz de la drogadicción, que minó y desmenuzó su raciocinio. Por último fue el «tigre» de la codicia. Aquel joven, de sólo dieciocho años de edad, secuestró a Kelly Sullivan, enfermera de treinta y tres años, y la mató de tres balazos para robarle lo poco que llevaba en la cartera.
Hay muchos como Mark Scott, que permiten que los «tigres» les vayan comiendo el alma, pedazo a pedazo. Cada día se someten a los mordiscos del «tigre» hasta que son consumidos por completo. Son los que se abandonan a las pasiones, a los vicios, a la codicia y a la lujuria.
¿Hay alguien que pueda dominar estas fieras destructivas que parecen ensañarse con los seres humanos? Sí, lo hay. Jesucristo, el Señor que vive con plenitud de vida, tiene poder para venir en ayuda de cualquier víctima del pecado que clama desesperada.
Sólo Jesucristo nos libra de los «tigres» que nos consumen. Sólo Cristo tiene compasión y buena voluntad para librarnos. Sólo Él puede salvarnos.
Se trataba de Mark Scott, que había sido condenado a cadena perpetua por homicidio. El sólo pensar en permanecer toda la vida tras las rejas de una cárcel era más de lo que podía soportar. Por eso llamó a los periodistas, y posteriormente se le concedió su petición. Fue así como Mark Scott llegó a ser el condenado a muerte más joven de la prisión de San Quintín. Sólo tenía veinte años.
He aquí a un joven que quería morir. No quería cadena perpetua. «Para mí —dijo él—, estar preso toda la vida es como si me encerraran en un cuarto con tigres que, bocado a bocado, me fueran comiendo.»
Pero ¿cómo había llegado este estudiante inteligente a cometer dos años antes, teniendo apenas dieciocho años, un homicidio por el que lo condenarían a cadena perpetua? Precisamente al permitir, empleando su propia analogía, que un «tigre» le fuera comiendo pedazo a pedazo la moral y la conciencia.
Primero fue el «tigre» del egoísmo, el deseo insano de las satisfacciones egoístas, de vivir sólo para sí. Luego fue el «tigre» del cine y de la televisión, que fueron comiendo su conciencia pedazo a pedazo.
Después fue el «tigre» feroz de la drogadicción, que minó y desmenuzó su raciocinio. Por último fue el «tigre» de la codicia. Aquel joven, de sólo dieciocho años de edad, secuestró a Kelly Sullivan, enfermera de treinta y tres años, y la mató de tres balazos para robarle lo poco que llevaba en la cartera.
Hay muchos como Mark Scott, que permiten que los «tigres» les vayan comiendo el alma, pedazo a pedazo. Cada día se someten a los mordiscos del «tigre» hasta que son consumidos por completo. Son los que se abandonan a las pasiones, a los vicios, a la codicia y a la lujuria.
¿Hay alguien que pueda dominar estas fieras destructivas que parecen ensañarse con los seres humanos? Sí, lo hay. Jesucristo, el Señor que vive con plenitud de vida, tiene poder para venir en ayuda de cualquier víctima del pecado que clama desesperada.
Sólo Jesucristo nos libra de los «tigres» que nos consumen. Sólo Cristo tiene compasión y buena voluntad para librarnos. Sólo Él puede salvarnos.
jueves, 1 de abril de 2010
«ESE RENCOR QUE SIENTE POR LOS HOMBRES»
«Soy un hombre de treinta y cuatro años.... Tengo una novia a la que no le ha ido bien en la vida. Tuvo un esposo con el que sólo duró un año su matrimonio porque [él] le fue infiel. Después conoció a otro del que se enamoró, pero [él] le fue infiel también.
»Ella ha quedado muy dolida, y el problema es que... ese rencor que siente por los hombres me lo [demuestra] a mí. A veces me siento desesperado porque ella nunca se decide a casarse y sólo vive con mal carácter. A veces me dan deseos de dejarla y dejar todo. No sé qué hacer.»
Este es el consejo que le dimos:
«Estimado amigo:
»La infidelidad de esos dos hombres ha herido no sólo a su novia sino también a usted. Algunos hombres (e incluso algunas mujeres) creen que el ser infiel es parte inevitable de la vida que puede hasta justificarse. Pero usted ha aprendido que la infidelidad causa dolor y que tiene repercusiones emocionales duraderas que no desaparecen fácilmente. A eso se debe que recibamos cada semana casos de personas que sufren como resultado de la infidelidad de alguien a quien amaban.
»Aunque esos dos hombres no lo hicieran a propósito, le enseñaron una lección a su novia. La lección es: “No se puede confiar en los hombres.” No sabemos cuánto tiempo lleva usted en la relación que tiene con su novia, pero es evidente que no ha sido suficiente como para que ella vuelva a examinar y evaluar la lección que aprendió. Si usted de veras la ama, permitirá que pase más tiempo antes de pensar en casarse con ella. Sólo con el tiempo podrá ella conocerlo a tal grado que se convenza de que puede confiar en usted. Una vez que ella confíe en usted, aprenderá una nueva lección, que es: “Hay algunos hombres en los que sí se puede confiar.”
»... Dios sabía lo mucho que la infidelidad hiere a sus víctimas y deja en ellas cicatrices, y por eso dio el mandamiento que prohíbe el adulterio. Algunos creen que Dios nos dio ese mandamiento (al igual que los otros) a fin de privarnos de nuestra libertad y de la capacidad de divertirnos. Esas personas se imaginan a Dios como un juez severo a quien le complace exigirnos un estilo de vida aburrido y castigarnos por cada infracción de sus reglas. Pero lo cierto es que Él ha diseñado todas sus leyes divinas con el fin de protegernos del dolor y del sufrimiento. Dios sabía que la infidelidad heriría a sus hijos, y quería ayudarnos a evitar ese dolor.
»No podemos aconsejarle si debe o no, tarde o temprano, casarse con su novia. Ni podemos aconsejarle si vale o no vale la pena esperar. Esos son interrogantes a los que usted mismo tendrá que responder. Sin embargo, cualquiera que sea su decisión, lo animamos a que sea un hombre en quien sí se puede confiar.
»Pídale a Dios que le dé sabiduría, y verá que Él lo ayudará,
»Linda y Carlos Rey.»
El consejo completo, que por falta de espacio no pudimos incluir en esta edición, puede leerse con sólo pulsar el enlace que dice: «Caso 61» dentro del enlace en www.conciencia.net que dice: «Caso de la semana».
»Ella ha quedado muy dolida, y el problema es que... ese rencor que siente por los hombres me lo [demuestra] a mí. A veces me siento desesperado porque ella nunca se decide a casarse y sólo vive con mal carácter. A veces me dan deseos de dejarla y dejar todo. No sé qué hacer.»
Este es el consejo que le dimos:
«Estimado amigo:
»La infidelidad de esos dos hombres ha herido no sólo a su novia sino también a usted. Algunos hombres (e incluso algunas mujeres) creen que el ser infiel es parte inevitable de la vida que puede hasta justificarse. Pero usted ha aprendido que la infidelidad causa dolor y que tiene repercusiones emocionales duraderas que no desaparecen fácilmente. A eso se debe que recibamos cada semana casos de personas que sufren como resultado de la infidelidad de alguien a quien amaban.
»Aunque esos dos hombres no lo hicieran a propósito, le enseñaron una lección a su novia. La lección es: “No se puede confiar en los hombres.” No sabemos cuánto tiempo lleva usted en la relación que tiene con su novia, pero es evidente que no ha sido suficiente como para que ella vuelva a examinar y evaluar la lección que aprendió. Si usted de veras la ama, permitirá que pase más tiempo antes de pensar en casarse con ella. Sólo con el tiempo podrá ella conocerlo a tal grado que se convenza de que puede confiar en usted. Una vez que ella confíe en usted, aprenderá una nueva lección, que es: “Hay algunos hombres en los que sí se puede confiar.”
»... Dios sabía lo mucho que la infidelidad hiere a sus víctimas y deja en ellas cicatrices, y por eso dio el mandamiento que prohíbe el adulterio. Algunos creen que Dios nos dio ese mandamiento (al igual que los otros) a fin de privarnos de nuestra libertad y de la capacidad de divertirnos. Esas personas se imaginan a Dios como un juez severo a quien le complace exigirnos un estilo de vida aburrido y castigarnos por cada infracción de sus reglas. Pero lo cierto es que Él ha diseñado todas sus leyes divinas con el fin de protegernos del dolor y del sufrimiento. Dios sabía que la infidelidad heriría a sus hijos, y quería ayudarnos a evitar ese dolor.
»No podemos aconsejarle si debe o no, tarde o temprano, casarse con su novia. Ni podemos aconsejarle si vale o no vale la pena esperar. Esos son interrogantes a los que usted mismo tendrá que responder. Sin embargo, cualquiera que sea su decisión, lo animamos a que sea un hombre en quien sí se puede confiar.
»Pídale a Dios que le dé sabiduría, y verá que Él lo ayudará,
»Linda y Carlos Rey.»
El consejo completo, que por falta de espacio no pudimos incluir en esta edición, puede leerse con sólo pulsar el enlace que dice: «Caso 61» dentro del enlace en www.conciencia.net que dice: «Caso de la semana».
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