martes, 12 de febrero de 2013

LAS PERSONAS QUIEREN ESCUCHAR LO QUE PENSAMOS DE ELLAS:" POR FAVOR NO CALLES "

ESCLAVOS DE LO QUE CALLAMOS
por Carlos Rey

«El pícaro egoistón sabía de sobra lo que valía su mujer; pero se cuidaba desesperadamente de decirlo a nadie, y mucho menos a ella misma.
»“Para mí solo —pensaba—: para mí solo esa gracia inefable que fluye de cada uno de sus movimientos, que florece en cada una de sus sonrisas.... Para mí la entonación deliciosa de su voz. Para mí sus cualidades de ama de casa insustituible, y todos sus encantos secretos y todas las armonías ocultas de su cuerpo y de su alma...”
»... Elena sabía... que valía mucho. Pero como jamás [recibía] una alabanza de su marido (a quien adoraba), ni un cumplido de los extraños, a quienes no veía casi...; como Manuel, por otra parte, era el espejo, por excelencia, en que ella se veía, acabó la pobre por dudar de sus encantos y hasta por olvidar que los tenía.
»... Elena cayó enferma, y su enfermedad [se fue] agravando.... Entonces el egoistón aquel se volvió loco.
»¡Perder tamaña maravilla! ¡Ver secarse tan milagroso lirio! ¡Comprender como nadie el valor portentoso de aquel ser... y entregárselo para siempre a la muerte!
»... [Le vino] entonces el tardío, pero por eso mismo, imperioso deseo de hacer justicia, y... se arrodilló a los pies de la cama... [besó con delirio a la enferma] y exclamó:
»—Amor mío, es preciso que vivas para que yo te quiera más que nunca y te mime más que nunca y te diga todo lo que eres, todo lo que has sido para mí, el culto celeste que te rendí siempre en lo [secreto] de mi alma, la estimación sin límites en que tuve tus menores actos...
»”... Nadie te ha amado como yo.... Todas mis horas te bendijeron, amor.... Pero tuve miedo —un miedo espantoso de perderte si te mostraba esta adoración—. Te juzgué capaz de un envanecimiento natural; temblé ante la idea de que me hallases inferior a la excelencia que yo confesaba en ti... y callé, callé cobardemente... ¡Estos labios que tantas veces debieron cantar tus alabanzas, se volvieron de piedra para el elogio...! ¡Perdón, amor, perdón, y vive!... No te vayas, tú, el más alto, el más noble, el más puro e inmerecido galardón de mis días. Vive y yo iré diciendo por todas partes tus loores. Vive y te escribiré un libro; un libro para ti sola; un libro digno —te lo juro— de ti.
»... —Hijito —dijo [ella]...—, no te tortures así. Yo no tenía quizá más encanto que el que me daba tu cariño.... Cuando me haya muerto, escribe, sin embargo, el libro. Yo ya no podré envanecerme de él aunque me fuese dado leerlo, invisiblemente, sobre tu hombro; pero Dios será loado en una de sus criaturas.
»Y no dijo más....»1
En realidad, tampoco hace falta que digamos más nosotros en cuanto a este emotivo cuento titulado «La alabanza», escrito por el romántico poeta mexicano Amado Nervo... a no ser que citemos, a modo de apoyo, las sabias palabras del Maestro del libro de Eclesiastés, que dijo: «[Hay] un tiempo para callar, y un tiempo para hablar.»2 Pues no solamente somos esclavos de lo que decimos, sino también de lo que callamos.

1Amado Nervo, «La alabanza», «El ángel caído» y otros cuentos de Amado Nervo, Selección y prólogo de Vicente Leñero (México, D.F.: Editores Mexicanos Unidos, 2005), pp. 43‑47.
2Ec 3:7

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